Wednesday, June 01, 2005

Latinoamérica, la democracia en tránsito

Por Nizaleb Corzo Zepeda.

La economía de mercado que tuvo sus inicios a finales de la década de los 80. Aunque ha demostrado eficacia para producir riquezas, no ha asegurado la eliminación de la pobreza ni del desempleo. El neoliberalismo sigue un ciclo de ascenso, consolidación y declive político. Las mismas condiciones que marcan el supuesto éxito de un régimen económico neoliberal -privatización de los bienes públicos, crecimiento de las exportaciones e importaciones, incremento de la inversión externa, concentración del ingreso- extienden y profundizan la oposición social. En América Latina, estas prácticas han provocado efectos negativos en la distribución del ingreso de tal forma que se ha acentuado la brecha entre las clases bajas y altas de la población, reduciendo a niveles mínimos la clase media, la cual se ha repartido entre ambos sectores.

Por ello es que en algunos países de América Latina se han abandonado las políticas neoliberales para adoptar otras que suelen identificarse como de izquierda o populistas. El triunfo de Tabaré Vázquez como presidente de Uruguay, en marzo de este año, sumó un nuevo eslabón a la cadena de líderes latinoamericanos que llegaron al poder a través de procesos democráticos transparentes. A partir de 1999, con el triunfo de Hugo Chávez en Venezuela, le siguieron Ricardo Lagos en Chile, Luiz Inacio Lula da Silva en Brasil, Lucio Gutiérrez en Ecuador, Néstor Kirchner en Argentina y Martín Torrijos en Panamá.

No obstante, a pesar de los ataques que los movimientos populares mantienen frente al modelo económico liberal, una vez que asumen el poder han tomado medidas iniciales cautelosas, a través de políticas fiscales austeras.

En Brasil por ejemplo, Lula Da Silva al asumir el cargo en enero de 2003 juró no fracasar en la conducción de Brasil, la octava economía del mundo, pero con enormes desigualdades sociales. Heredó una deuda pública de casi 250,000 millones de dólares, una moneda devaluada en 40 por ciento y una tasa de crecimiento de 1.4 por ciento, insuficiente como para dar empleo a 12 millones de desocupados y mitigar la pobreza de 54 millones de brasileños, un tercio de la población. “No hay soluciones milagrosas para tamaña deuda social”, advirtió. El presidente Lula mantiene actualmente una disciplina fiscal absoluta y emprendió reformas que según sus detractores son similares a las que rechazaba por neoliberales cuando era opositor. El cuidado de las finanzas públicas le ha permitido reducir la vulnerabilidad del país. Se le reconoce la disminución de la inflación a 8.65 por ciento, contra 12.65 de su predecesor Fernando Henrique Cardoso. Sin embargo, el gobierno de Lula tiene un riesgo alarmante en sus elevadas tasas de interés, principal herramienta contra la inflación. Esas tasas inhiben la inversión y el consumo y son poco sustentables para quien piensa en proyectos de largo plazo, como ocurrió en México a finales de los 80.

En Chile, el presidente socialista Ricardo Lagos, entra en el último año de su mandato en un clima de prosperidad. La economía creció 5.7 por ciento en el 2004, la tasa más alta en siete años, y la popularidad del mandatario es del 60 por ciento. Su gobierno mantuvo el modelo de libre mercado impuesto por la dictadura de Pinochet. Como lo ha sostenido el propio Lagos, una de las explicaciones del reconocido éxito chileno es haber asimilado las medidas que dicta el Consenso de Washington, en materia de austeridad fiscal y reducción del Estado, para crear opciones a la población más necesitada como el seguro de desempleo y mayores inversiones en educación y salud. La pobreza ha disminuido en Chile del 40 al 18 por ciento. Asimismo, Lagos ha firmado tratados de libre comercio con la Unión Europea, Estados Unidos, Corea del Sur, México, Canadá y Europa del Norte. Actualmente busca acuerdos similares con China, India y Japón.

Argentina, tras sufrir en diciembre del 2001 una de las mayores catástrofes económicas y sociales de su historia, que derribó al presidente Fernando de la Rúa, en 2003 se sumó a la corriente progresista de la mano de Néstor Kirchner con el 22 por ciento de los votos por la deserción de Carlos Menem, quien durante su mandato introdujo reformas liberales, principal causa del colapso argentino. Kirchner multiplicó su popularidad al depurar instituciones como las fuerzas armadas, la policía y la desprestigiada Suprema Corte de Justicia. En el terreno internacional ha sumado fuerzas con Lula y Chávez en la búsqueda de nuevas formas de integración regional.

Venezuela es quizá el único país en donde se escucha la palabra “revolución” y se elogia a Fidel Castro en la voz de Hugo Chávez, un teniente coronel que en el pasado fue a la cárcel por golpista. Después de un golpe de Estado en el 2002, Chávez derrotó en las urnas a una oposición fuertemente posicionada en el país. Esa victoria reactivó su propuesta de “revolución bolivariana”, que consiste en una serie de reformas económicas y sociales en favor de los desposeídos considerada por la oposición como el atentado a las libertades económicas. Aún así, Chávez dirige uno de los diez mayores exportadores mundiales del crudo y puede presumir de bonanza económica gracias a los altos precios del hidrocarburo.

Ante este escenario, algunos analistas han afirmado que Latinoamérica está dando un giro a la izquierda, como si se tratara de un movimiento socialista organizado. Los ejemplos aún no lo demuestran del todo. Es probable que las corrientes partidistas de los que han asumido el poder se definan como de izquierda, pero también es claro que no se han alejado de los conceptos liberales en materia económica, relacionados con la derecha. Por ello es que la Secretaria de Estado Norteamericano, Condolezza Rice declaró hace un par de semanas que al gobierno estadounidense no le preocupaba el triunfo de la izquierda en nuestro país –como no le ha preocupado en otros de América-. Saben que sus países vecinos del sur no modificarán sus prácticas económicas de la noche a la mañana, ni romperán los acuerdos con los grandes consorcios financieros internacionales. Estos cambios obedecen más que nada al crecimiento del descontento popular, situación cada vez más grave y evidente.

¿Será entonces que la sociedad civil ha encontrado en la democracia su tribuna? Todo parece indicar que sí. Quizá no se trate de un acto de conciencia individual, en ese caso la transición democrática ya hubiese concluido. Se trata más bien de una muestra más de que la democracia es el instrumento ideal para la rendición de cuentas. En adelante, los gobiernos de izquierda o de derecha deberán estar claros que su eficiencia estará sujeta a la aprobación de la ciudadanía y no tanto de sus esfuerzos por ser más liberales o más populistas.


El autor es financiero; actualmente trabaja en aspectos sociales de Petróleos Mexicanos y estudia la maestría en Políticas Públicas del Tec de Monterrey , Campus Ciudad de México. Comentarios: ncorzozepeda@yahoo.com.mx

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